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Pepe Galán, en la Galería Atlántica. Ánxeles Penas.

Pepe Galán, en la Galería Atlántica

Ánxeles Penas

“Fendas”, “Áncoras no vento”, “Para-brisa” son los títulos sucesivos con que el escultor coruñes ha ido bautizando su obra de los últimos años, la cual nos remite a una línea conceptual de progresiva y coherente reflexión sobre el espacio y el papel que la escultura juega en él y con él. Es necesario conocer esta evolución para entender de que modo desemboca en la obra novedosa y valiente que expone actualmente en la Galería Atlántica. Las planchas de acero, curvadas plegadas o disparadas como flechas hacia el aire aprendieron a abrazar el vacío sin encerrarlo, crearon habitáculos respirables donde los ritmos rectos y ondulantes se combinan en módulos intercambiables ad infi-nitum; podríamos ver en ellos una paráfrasis de las ondas de nuestro mar gol-peando contra la línea del horizonte o los giros de las aves o el balanceo cadenciosa de los barcos atracados; o podríamos, simplemente, dejarnos seducir por la sobriedad y sencillez de las formas y los móviles juegos de la luz al acariciarla creando ese eterno y barroco claroscuro con el que convivimos a diario en nuestra naturaleza. Y, forzando un poco más las analogías, podríamos imaginarnos esas grietas, visibles e invisibles, que toda realidad presenta: grietas de la erosión, agujeros de ozono, abismos, pero sobre todo quiebros de nuestra percepción en el umbral de lo posible.
Es evidente que la obra le iba pidiendo a pepe Galán más vuelo, más oxígeno, más transparencia y con ello, probablemente, lo acuciaba hacia ese Finisterre que todo gallego porta, aunque sólo sea como silencioso anhelo. Así nacieron “Áncoras no vento” paradójico título, porque si algo es imposible en el viento es “echar ancla” o detenerse, pero ya sabemos que el arte tiene la metafórica fa-cultad de dar coherencia a lo imposible.
El hierro cortén se convertía en una ventana, en un sólido marco para mostrar ese sueño etéreo del artista, ese ámbito traslúcido por el que navega por su menta, mientras sus manos se afanan en dominar con el fuego y con la máquina radial la dureza de los metales. Podemos sentir a la materia y al espíritu batallando, tratando de decir lo indecible, tratando de hermanarse y entenderse, tratando un acuerdo entre sus dos tensiones opuestas. El escultor sabe quizá como nadie que lo pesado tiene amor por lo ligero y que lo opaco está locamente enamorado de lo transparente y que lo frágil quisiera con frecuencia tener firmeza de lo resistente.
Entonces llegaron los Parabrisas, su actual exposición que este mismo año mostró en la Casa de Galicia de Madrid. ¿Cuándo, en qué momento pudo intuir el escultor esa tremenda metáfora de la fragilidad, esa poética entre desolada y maravillosa de los cientos de miles de ventanas que viajan con nuestros automóviles y que pueden llevarnos a parajes inéditos mientras nos resguardan de la brisa, pero no pueden defendernos de la imparable y voraz grieta de la muerte? Todo trabajo artístico tiene momentos de epifanía que ocurre cuando la mirada descubre que lo que él trabajosamente hace, está ahí escrito por obra de la casualidad o quizá por obra de una extraña y secreta causalidad. Los parabrisas agrietados rayados, golpeados y amontonados en los cementerios de automóviles, inútiles ya pero su función originaria y por lo tanto descontextualizados, adquirieron de pronto un significado especial; eran como una tremenda metáfora de ese espacio buscando, como lentes cóncavas y como “ojos de pez” y como espejos deformantes, todo en uno, y, aunque ya quietos reflejaban el impacto del dinamismo y los arañazos del tiempo; eran portadores de una memoria propia, pero, a la vez, bajo la nueva mirada, era una superficie inédita y si se colgaban, se plegaban o se superponían en una interacción cóncavo-convexa, añadiendo además grafismos y nuevos impactos de la mano del escultor se ponían a hablar para “otra brisa”, esa que sopla por los aledaños del alma, por las nieblas y hontanares de la visión del artista y por las continuas ráfagas de secreta lluvia en que se bañan nuestras emociones.
Tal vez podemos verlos como mudas y quietas pantallas televisivas sobre un gigantesco escenario vacío que casi recuerda a un catafalco; tal vez como el sarcófago en el que se han enterrado nuestros más caros deseos; pero tam-bién como la fría y mágica temperatura de lejanías y atlantismo desdibuján-dose en la “Brétema de Camariñas” o, lo que es lo mismo, en el mito atlante de la Costa de la Muerte.
Ideal Gallego, 15 de julio 2001

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